Rodrigo Días de Vivar mejor conocido como "El Cid Campeador", es el más famoso y valiente guerrero que ha tenido España. De él se cuentan muchas cosas curiosas, y entre ellas sobresale su aventura con un leproso.
El Cid hace una promesa a la Virgen del Pilar, "si ganaba una batalla iría al su tempo en peregrinación, haciendo obras de caridad". La Virgen le concedió una gran victoria. Con sus generales se fue a Zaragoza y cumple su promesa, haciendo por el camino todas las obras de caridad que podía.
Un día oyó que por allí cerca del camino había alguien que se quejaba tristemente. El valiente general mando a su secretario a que averiguara quien era aquel que tan tristes quejidos daba. Llego el joven aterrado Señor huyamos para que no nos vaya a prender su hedionda enfermedad. Pero el Cid en generosidad no se dejaba ganar, se bajo de su caballo y corrió a dar ayuda al pobre llaguiento que estaba dentro de un hoyo en el que se había caído y no lograba salir. El Cid le alargo el lazo de su caballo, y lo fue sacando suavemente. Luego lo abrazó y lo saludó como si fuera su propio padre. los demás militares estaban admirado y sentían un asco horrible.
Entonces el gran general hizo algo más: colocó al hombre lleno de úlceras en el anca de su caballo y le dijo: "agárrate bien bien de mi cintura para que no vayas a caerte del caballo, y yo te llevaré al hospital" Y subiendo a su brioso corcel partió alegre hacia Zaragoza.
Al llegar a Zaragoza buscó el mejor hotel y allí mandó que a él y al enfermo les sirvieran en la misma mesa. (Todos los demás militares se alejaron para no percibir el repugnante olor de las llagas), Y partió su pan con el enfermo y lo trataba con tan gran cariño, que el pobre lloraba de emoción.--"Porque hacéis ésto con un hombre tan repugnante?" --le decían los demás guerreros.--"Porque todo hombre representa a Cristo, y yo sé que todo lo que yo haga con uno de mis prójimos, a un que sea el más humilde se lo hago a Cristo y siguió prodigando atenciones al pobre mendigo.
Y aquella misma noche mandó que a él y al enfermo les diera la misma habitación, y allí mando a colocar dos lechos, igualmente finos, y después de lavar las llagas del enfermo, lo hizo acostar en un lujoso lecho, y le deseo un buena noche.
Después el Cid se echó a dormir tranquilo y feliz porque ese día había hecho una obra de caridad que le repugnaba pero que bien sabía él, le agradaba mucho a Dios.
Ya eso de la medianoche, el valeroso scapitán sintió que su habitación se llenaba de luz, de una luz maravillosa como el nunca había contemplado, y oyó una dulce voz que le decía llena de cariño: "Cid, gran Cid, muchas gracias, te felicito por esta gran caridad". --¿Quien eres tú, quién eres tu que así me hablas?, "Yo soy Lázaro--respondió la amable voz--Vengo a darte gracias". --Pero, y de qué me agradeces tú, respondió el Cid.--"Mira, yo era el pobre enfermo que encontraste hoy en el camino . Mi Dios me mando disfrazarme de enfermo llaguiento para probar que tan grande era tu caridad. Y has demostrado ser maravillosamente generoso Ahora vengo a ofrecerte la recompensa. Por haber tratado de una manera tan espléndida a uno a quien todos despreciaban, Nuestro Señor te concede tres favores: El primero, no perderás ni una batalla de ahora en adelante. El segundo, morirás rodeado de sacerdotes y obispos. Y el tercero,el más raro, tú ganarás una batalla después de muerto. El santo dejo de hablar y el Cid quedó desmayado de emoción. Al día siguiente, cuando se levantó, encontró el lecho del enfermo muy bien tendido, todo lleno de perfume y una bella imagen de san Lázaro allí recostada sobre la almohada.
Sucedió todo lo que el Santo había profetizado: En adelante el Cid ganó todas las numerosas batallas que tuvo que librar, y no perdió una sola. Y el día de su muerte dio la coincidencia de que en aquella ciudad donde él moría, se habían reunido muchos obispos y numerosos sacerdotes para una gran asamblea religiosa. Todos corrieron junto a su lecho a encomendarlo y cuando el Campeador entregó su alma a Dios, había una gran cantidad de obispos y sacerdotes orando junto a él.
Pero apenas los moros supieron que el gran Cid había muerto se dijeron: "Ahora si, ataquemos a los cristianos, porque su jefe se murió y ya no tienen quién los guíe", y empezaron el terrible ataque a la ciudad. Los cristianos sintieron gran miedo, pero fue entonces cuando a uno de ellos se le ocurrió una rara idea. Sacó del ataúd e l cadáver del Cid, lo colocó sobre su caballo Babieca, lo amarró bien para que no se cayera, le puso las armas y lo colocó al frente del ejército.
Los moros, que estaban muy confiados de su victoria, se acercaron al ejército cristiano, pero al ver que al frente venía el Cid muy pálido, pero muy erguido, gritaron aterrorizados: Malhaya nuestra mala suerte, miren que el Cid no se ha muerto. Viene a atacarnos, quién será capaz de luchar contra ese prodigio de hombre" Y dándose media vuelta emprendieron veloz carrera, huyendo del ejército cristiano.